René Descartes

René Descartes

(1596-1650)

En torno a Descartes

El escepticismo a finales del XVI: "Que nada se sabe" de Francisco Sánchez.

Terminada en 1576, (20 años antes del nacimiento de Descartes), y editada por primera vez en 1581, esta pequeña obra de Francisco Sánchez "DE MULTUM NOBILI ET PRIMA UNIVERSALI SCIENTIA QUOD NIHIL SCITUR", conocida abreviadamente con el título "Que nada se sabe", representa de modo admirable el espíritu de la época. Se presentan a continuación el prólogo al lector y un fragmento del resumen que el autor ofrece al final de la obra, siendo notable la similitud de intenciones con el proyecto cartesiano.

Al lector.

"Innato es en los hombres el deseo de saber, pero a pocos es concedida la ciencia. Y no ha sido en esta parte mi fortuna diversa de la del mayor número de los hombres.

Desde mi primera edad, aficionado a la contemplación de la naturaleza, dime a inquirir minuciosamente sus secretos; y aunque, al principio, mi espíritu, ávido de saber, solía contentarse con el primer manjar que de cualquier modo se le ofreciese, no se pasó mucho tiempo sin que, presa de grave indigestión, comenzase a arrojar de mí tan mal acondicionados alimentos.

Comencé entonces a buscar algo que mi mente pudiera asimilar y comprender con facilidad y exactitud, algo en cuyo conocimiento y certidumbre hallara luz y reposo, mas nada encontré que a llenar viniera mis deseos. Revolví los libros de los autores pasados; interrogué a los presentes: cada cual decía una cosa distinta; -ninguno me dio respuesta que del todo me satisficiese.
Confieso que en algunos avizoré y entreví ciertas sombras y dejos de verdad, pero ni uno solo me mostró, sincera y definitivamente, la verdad absoluta ni aun me dio un juicio recto y desinteresado de las cosas.

Entonces me encerré dentro de mí mismo y poniéndolo todo en duda y en suspenso, como si nadie en el mundo hubiese dicho nada jamás, empecé a examinar las cosas en sí mismas, que es la única manera de saber algo. Me remonté hasta los primeros principios, tomándolos como punto de partida para la contemplación de los demás, y cuanto más pensaba más dudaba: nunca pude adquirir conocimiento perfecto.

Sentí una profunda desesperación, mas persistí no obstante en mi ardentísima y angustiosa empresa intelectual. Volví a acercarme a los maestros, y de nuevo les pregunté con ansia por la verdad codiciada. ¿Y qué me contestaron? Cada uno de ellos se había construido una ciencia con sus propias imaginaciones o con las ajenas, de las cuales deducían nuevas consecuencias, más fantásticas aún, y de esas consecuencias artificiales inferían otras y otras, fuera ya de las cosas mismas, hasta dar en un laberinto de palabras sin fundamento alguno de verdad. Así, en vez de una recta interpretación de los fenómenos naturales, se nos ofrece un tejido de fábulas y ficciones que ningún cabal entendimiento puede recibir. Pues ¿quién ha de comprender lo que no existe: los átomos de Demócrito, las ideas de Platón, los números de Pitágoras, los universales de Aristóteles, el intelecto agente y todas esas famosas invenciones que nada enseñan ni descubren si no es el ingenio de sus artífices? Con este cebo pescan a los ignorantes, prometiéndoles que les revelarán los recónditos misterios de la naturaleza, y los infelices lo creen a pie juntillo, tornan a resobar los libros de Aristóteles, los leen y releen, los aprenden de memoria, y es tenido por más docto el que mejor sabe recitar el texto aristotélico.

¡Qué profunda miseria! Si tú, pensador de buena fe, les niegas algo a los tales de lo que allí se contiene, te llamarán blasfemo; si arguyeres en contra te apellidarán sofista. ¿Qué les vas a hacer? Engáñense en buena hora los que quieran vivir engañados. Yo no escribo para tales hombres; ni aun pretendo que lean mis escritos. No faltará, sin embargo, alguno de ellos que leyéndome y no entendiéndome (¿qué sabe el asno del son de la lira?) pretenda hincarme el diente venenoso; pero le sucederá lo que a la sierpe de la fábula esópica, que quiso morder la lima y sólo consiguió quebrarse los dientes en el acero. Yo aspiro a que me lean y entiendan los fuertes y juiciosos varones que no están acostumbrados a jurar sobre las palabras de ningún maestro, sino a examinar las cosas por sí mismos, a acometer con su propia espada todas las cuestiones, guiados por el sentido y la razón.

Tú, lector desconocido, quienquiera que seas, con tal que tuvieres la misma condición y temperamento que yo; tú, que dudaste muchas veces, en lo secreto de tu alma, sobre la naturaleza de las cosas, ven ahora a dudar conmigo; ejercitemos juntos nuestros ingenios y facultades; séanos a los dos libre el juicio, pero no irracional.

Pero dirásme, por ventura: -¿Qué novedades puedes tú traerme después de tantos y tan ilustres sabios como en el mundo han sido? ¿Te estaba esperando a ti solo la verdad? -Ciertamente que no -respondo al punto-. Pero ¿acaso la verdad les había esperado antes a ellos? Porque Aristóteles haya escrito, ¿me he de callar yo? ¿Por ventura Aristóteles llegó a apurar en sus obras toda la potestad de la naturaleza y abrazó todo el ámbito de los seres? No creeré tal aunque me lo prediquen algunos doctísimos modernos exageradamente adictos al Estagirita a quien llaman dictador de la verdad y árbitro de la ciencia. No: en la república de la ciencia, en el tribunal de la verdad, nadie juzga, nadie tiene imperio sino la verdad misma. Yo tengo a Aristóteles por uno de los más agudos y sutiles escudriñadores de la naturaleza que hubo en el mundo; yo le admiro como a uno de los más fértiles ingenios que ha producido la especie humana: pero afirmo, también, que ignoró muchas cosas, que en otras muchas anduvo vacilante, que enseñó no pocas con grande confusión, que algunas cuestiones las trató sucintamente o las pasó y huyó por no atreverse a afrontarlas. Hombre era al fin, lo mismo que nosotros, y hartas veces, contra su voluntad, hubo de dar muestras de la limitación y la flaqueza humanas. Tal es nuestro juicio. Suceden tiempos a tiempos, y con los tiempos se mudan las opiniones de los hombres; cada cual cree haber encontrado la verdad, siendo así que de mil que opinan variamente sólo uno puede estar en lo cierto. Mas dentro de esa fatal y común flaqueza, todos los hombres deben ejercitar sus facultades y, sin curar de opiniones ajenas, aun a costa de errores y caídas, investigar las cosas por sí mismos.

Séame, pues, licito, como a todos los demás, y con ellos o sin ellos, hacer la misma indagación. Quizá encuentre, al apartarme de las antiguas autoridades, un destello de la verdad que busco. Y no te admire, lector, que después de tantos y tan ilustres varones venga yo, tan humilde, a mover de nuevo esta roca, pues no sería la primera vez que un ratoncillo rompiese los lazos que sujetaban al león; más fácilmente cobran la presa muchos perros que uno solo.

Y no por eso te prometo la verdad, pues yo la ignoro lo mismo que todas las demás cosas; únicamente prometo inquirirla en cuanto me sea posible, para ver si sacándola de las cavernas en que suele estar encerrada puedes tú perseguirla en campo raso y abierto. Ni tampoco tengas tú muchas esperanzas de alcanzarla nunca ni, menos, de poseerla; conténtate, como yo, con perseguirla. Éste es mi fin, éste es mi propósito, éste debe ser también el tuyo. Empezando, pues, por los principios de las cosas, vamos a examinar los fundamentos más graves de la filosofía, los que pusieron por base a sus doctrinas los más insignes pensadores. Pero no me detendré mucho en cuestiones particulares, porque quiero llegar pronto a exponer aquellas nociones filosóficas que sirven de cimiento a la medicina, de cuyo arte soy profesor. Si quisiera recorrer todo el campo vastísimo de la ciencia, la vida no me bastara.

Ni esperes de mí compuesta y atildada expresión. Si me pusiera a escoger las palabras y a usar de giros elegantes, la verdad se me escaparía de entre las manos. Si buscas elocuencia, pídesela a Cicerón, cuyo era este oficio: yo hablaré con suficiente hermosura si hablare con suficiente verdad. Quédense las bellas palabras para los poetas, los cortesanos, los amantes, las meretrices, los rufianes, aduladores, parásitos y gentes de esa laya, que tanto se precian de hablar bien. A la ciencia le basta siempre, porque es lo único necesario, la propiedad del lenguaje.

Tampoco me pidas autoridades ni falsos acatamientos a la opinión ajena, porque ello más bien sería indicio de ánimo servil e indocto que de un espíritu libre y amante de la verdad. Yo sólo seguiré con la razón a sola la naturaleza. La autoridad manda creer; la razón demuestra las cosas; aquélla es apta para la fe; ésta para la ciencia.

Y quiera Dios que con el mismo ánimo que yo, sincero y vigilante, escribo estos renglones, los recibas tú, vigilante y sincero, y los juzgues con mente sana y libre, rechazando con firmes razones aquello que te parezca falso (cosa para mí agradable por ser tan propia de un filósofo) y sin necesidad de injurias (cosas, al fin, de mujerzuelas, indignas de un filósofo y para mí, por tal, muy desagradables), aprobando y confirmando, últimamente, aquello que te parezca verdadero.
Lo cual aguardo que hagas, en espera de futuras y más provechosas investigaciones. Vale."

Fragmento del resumen final del autor.

"Es mi propósito fundar, en cuanto me sea posible, una ciencia segura y fácil, basándola no en quimeras y ficciones, ajenas a la realidad de las cosas, y útiles sólo para mostrar la sutileza y el ingenio de quien escribe, sino en los métodos firmes y positivos que puedan conducir a una concepción científica verdaderamente racional y elevada.

No me faltaran a mí tampoco agudezas ni ingeniosas invenciones, como al más pintado, si en tales artificios y arrequives hallara yo contentamiento. Mas ¿qué deleite puede hallar un ánimo severo y libre, que sienta la sed de la verdad, en esas ficciones, divorciadas de la naturaleza, que antes engañan que instruyen y acaban por confundir lo falso y lo verdadero? ¿Cómo llamarle ciencia a ese tejer y destejer de sueños, de imposturas y delirios, a esa invención de charlatanes y prestidigitadores?

Tú, lector, juzgarás de todo ello: lo que aquí te pareciere bien recíbelo con amor; lo que aquí te disguste no lo rechaces con odio, pues fuera cruel hacer daño a quien intenta fustigar errores.
Examínate a ti mismo. Si algo sabes, enséñamelo. Te daré las gracias.

Yo, en tanto, ciñéndome a examinar las cosas, propondré en otro libro si es posible saber algo y de qué modo; esto es, cuál puede ser el método que nos conduzca a la ciencia en cuanto lo permita la humana fragilidad.-VALE."

Referencia biográfica de F. Sánchez por Menéndez Pelayo

Francisco Sánchez: Dícese, ignoramos con qué fundamento, que era de origen judío, y podemos afirmar que nació por los años de 1552; su patria fue, según unos, la ciudad de Tuy; según otros, la de Braga o algún pueblo de su archidiócesis. Por motivos que no se indican, pero que algo tendrían que ver con su condición de cristiano nuevo, el médico Antonio Sánchez, padre de nuestro filósofo, hubo de trasladarse a Francia y establecerse en Burdeos, donde ejerció su profesión con mucho crédito y donde era grande el concurso de españoles y duraba aún la fama del insigne humanista valenciano Juan Gélida, llamado por Luis Vives "alter nostri temporis Aristoteles". Comenzó Francisco Sánchez sus estudios en Francia y los continuó en Italia, haciendo larga residencia en Roma. Pero el campo principal de sus triunfos fue la escuela médica de Montpellier, en la cual se graduó de doctor en 1573, y después de haber sido ayudante del famoso médico Huchet, obtuvo en brillantes oposiciones, a los veinticuatro años de edad, una de las principales cátedras de aquel gimnasio, la cual desempeñó por espacio de once años. Las guerras civiles llamadas de religión y los tumultos del tiempo de la Liga le hicieron abandonar aquel quieto asilo de la ciencia, refugiándose en Toulouse, donde vivió el resto de sus días, ocupado en la práctica de la medicina, que le granjeó estimados honores. Murió en 1623, a los setenta años de edad.

Francisco Sánchez, "Que nada se sabe", Espasa-Calpe, Madrid, 1972 (Edición a cargo de Marcelino Menéndez Pelayo, Santander, 1856-1912)