4. Ciudadanía, identidad y democracia radical y plural
El liberalismo individualista, que intenta fundamentarse sobre la idea de un consenso racional sin exclusiones entre individuos preconstituidos, y el republicanismo cívico, con su afirmación de un bien común sustantivo como fundamento de la comunidad, en ambos casos de carácter esencialista, ignoran el carácter antagónico del lo político y postulan la existencia de identidades individuales y colectivas preconstituidas.
En la formación de las identidades políticas, que son identidades colectivas, intervienen dimensiones afectivas (pasiones) y se construyen siempre en torno a un “nosotros” en oposición a un “ellos” que, no obstante, resulta ser una condición de posibilidad de la constitución del “nosotros”. Chantal Mouffe se apoya en la distinción amigo / enemigo de Carl Schmitt y en la noción derridiana de “exterior constitutivo” (1), que no debe ser entendida como una relación dialéctica entre el “nosotros” y el “ellos” que culminaría en una reconciliación y superación de las contradicciones, sino como una oposición irreductible que pone de manifiesto la imposibilidad de eliminar el antagonismo, en la medida en que no puede existir un “nosotros” sin “ellos”, una identidad sin diferencia. Y es precisamente esta oposición nosotros / ellos, que se da necesariamente en la construcción de toda identidad, en la medida en que toda identidad se construye sobre una diferencia, la que puede ser la fuente de un antagonismo étnico, religioso o político, si se dan las condiciones para ello, es decir, si se percibe al otro como una amenaza para la propia identidad, para la propia existencia.
Por otra parte, el psicoanálisis freudiano ya había puesto de manifiesto, con la afirmación del inconsciente, la inconsistencia de la afirmación de un sujeto unitario, racional y transparente para sí mismo. A esa crítica podríamos sumar las de Nietzsche y Heidegger y, más recientemente, las de Wittgenstein, Foucault, Derrida y Lacan, de modo que difícilmente se puede mantener la concepción de un sujeto racional, unificado y que pueda ser considerado fundamento de las relaciones sociales. La noción lacaniana de sujeto como lugar vacío entroncaría con esta interpretación de la imposibilidad de concebir la identidad como algo que no fuera pasajero, contingente y frágil, es decir, todo lo contrario de lo que suponen los teóricos del liberalismo. Pero además, esa identidad (individual o colectiva) se constituye necesariamente en el orden simbólico, en el del lenguaje, por lo que sería el resultado de su inserción en los distintos discursos posibles, sometidos estos a diversas interpretaciones de sus cadenas de significantes: las distintas interpretaciones de significantes como libertad e igualdad podrían dar lugar a distintas identidades que entrarían en conflicto. Lo que se destaca, pues, es el carácter relacional y discursivo del sujeto, al mismo tiempo que la imposibilidad de una subjetividad estable que fuera portadora de una identidad preconstituida, de carácter totalizador y fundante. La categoría de “sujeto”, para Chantal Mouffe, ha de remitir siempre a una cierta unidad relativa y contingente de las distintas posiciones de sujeto que estos adoptan en el interior de una estructura discursiva. Bien entendido que el discurso no tiene un carácter “mental” ni se puede entender como la expresión de un pensamiento, sino que debe entenderse al modo en que Wittgenstein plantea la teoría de los juegos de lenguaje, según la cual las acciones están entretejidas con el lenguaje. Lo que se afirma, pues, es la imposibilidad de que los sujetos (o cualquier otro objeto del mundo físico) se puedan constituir como tales al margen de una estructura discursiva, que ha de tener necesariamente un carácter material, o que puedan ser considerados de un modo esencialista.
¿Es posible construir una forma de asociación política que no comporte la afirmación de un bien común sustancial ni la de un sujeto definido esencialmente? Siguiendo las reflexiones de Michael Oakeshott en su obra On Human Conduct, Chantal Mouffe encontrará en la distinción que éste establece entre dos modalidades de asociación humana, societas y universitas, una posible solución, que enlaza con su idea de homogeneidad entendida como “comunalidad”. Mientras la universitas se refiere a un tipo de asociación que se propone un fin sustancial común, la societas “designa una relación formal en términos de reglas, no una relación sustancial en términos de acción común”. Es la identificación con tales reglas formales de la societas (o de la res publica) lo que crea una identidad política, pero que no se encuentra sustantivamente definida. En la medida en que supone un compromiso de lealtad recíproca en la observancia de las reglas, se establece un vínculo ético entre los ciudadanos, pero no se estipula un bien común general, sino sólo las condiciones a satisfacer en la elección de comportamientos. Esta concepción de la comunidad política, sin embargo, también elude el antagonismo que Chantal Mouffe considera inerradicable de lo político, ya que sólo se plan-tea desde el “nosotros”. Chantal Mouffe considera que introduciendo el antagonismo podría conducir a una concepción válida para el establecimiento de una ciudadanía democrática radical. Para ello, matizará la interpretación de Oakeshott, considerando la societas como el resultado de una articulación hegemónica dada, de unas relaciones de poder que pueden ser desafiadas por otra alternativa antihegemónica, introduciendo así el necesario antagonismo de lo político. Se aleja así de la interpretación de Oakeshott, que se orientaba hacia la construcción de una comunidad política estable e inclusiva, en consonancia con su posición política conservadora.
Introducido el antagonismo en la res publica de Oakeshott, Chantal Mouffe considera que nos encontramos ante la posibilidad de una nueva forma de ciudadanía, en-tendida como “la identidad política que se crea a través de la identificación con la res publica” con lo que “se hace posible un nuevo concepto de ciudadano”. La ciudadanía no es concebida ya como un estatus legal, como ocurría con el liberalismo, sino como una forma de identificación con la res publica, es decir, con un conjunto de valores ético-político. La perspectiva que propone “considera la ciudadanía como una forma de identidad política creada a través de la identificación con los principios políticos de la democracia pluralista moderna, es decir, la aserción de la libertad y la igualdad para todos” (2).
Esta identidad política no es “una identidad entre otras, ni la identidad dominante” que se impone a todas las demás como ocurría con el liberalismo o con el republicanismo cívico, respectivamente, sino “un principio de articulación que afecta a las diferentes posiciones subjetivas del agente social (…) aunque reconociendo una pluralidad de lealtades específicas y el respeto a la libertad individual”. De este modo se hace posible instaurar un orden político común que respete los derechos individuales, una “comunalidad” que sin entender lo público y lo privado como esferas discretas separadas (pero que seguirán oponiéndose en una tensión irreconciliable) ofrece un espacio en el que tienen cabida las diversas identidades construidas desde las posiciones de sujeto (de género, clase, etc.) cuyas demandas podrían ser articuladas a través de distintas cadenas de equivalencia democrática.
Esta nueva ciudadanía, como identificación con los valores ético-políticos de la democracia, sería, al mismo tiempo que una identidad común, el espacio para la construcción de la pluralidad de identidades políticas de los movimientos sociales que se dan en nuestras sociedades. La identificación con dichos valores ético-políticos puede ser interpretada de muy distintas maneras, lo que daría lugar a la confrontación entre distintos discursos políticos debido a las múltiples interpretaciones posibles de los valores comunes aceptados, dentro del marco que define dicha aceptación. Para que esta concepción sea posible es necesario rechazar las concepciones esencialistas de la identidad y comprender que no existen sujetos unitarios y transparentes para sí mismos, sino que las identidades son el resultado de una articulación, siempre frágil y contingente, de las distintas posiciones subjetivas que se ocupan en una estructura discursiva (como la que nos ofrece, por ejemplo, los juegos de lenguaje de Wittgenstein). Del mismo modo, es necesario rechazar una concepción esencialista de la comunidad política, y comprender-la como una superficie discursiva. En este contexto, no podrá haber nunca una interpretación única, última y estable de los valores ético-políticos compartidos que pudiera im-ponerse definitivamente a las demás, eliminando el pluralismo; la idea de un bien común compartido se presenta como un horizonte constitutivo del imaginario social o como una “gramática de la conducta”. Pero aunque la articulación de las distintas posiciones de sujeto sea frágil y temporal siempre remitirá a una cierta fijación de los significantes del discurso, a lo que Chantal Mouffe llama “puntos nodales”, es decir, puntos discursivos privilegiados de la fijación parcial del sentido de lo social, en la infinitud del campo de la discursividad. El modelo agonista no elimina, pues, la confrontación entre los adversarios, una confrontación real que tiene por objeto modificar las relaciones de poder existentes e imponer una nueva hegemonía, confrontación que no se puede resolver mediante el recurso a la idea de un consenso racional, pero que requiere, sin embargo, un cierto tipo de consenso, un “consenso conflictual que provea un espacio simbólico común” entre adversarios, es decir, entre oponentes considerados legítimos, pero que admite y posibilita una discrepancia en su interpretación.
En una sociedad así entendida siempre está abierta la posibilidad de que emerjan nuevas identidades en torno a posiciones de sujeto subordinadas, excluidas de la articulación hegemónica dominante, que se configuren como un nuevo polo de confrontación política agonista, buscando la articulación de una nueva hegemonía, con sus prácticas e instituciones correspondientes y el reconocimiento de nuevos derechos. Esta convergencia sólo es posible si se da en un proceso político de articulación hegemónica, ya que las relaciones sociales son siempre relaciones de poder y las identidades colectivas, en la medida en que comportan actos de exclusión, no son ajenas al poder. Es en esta articulación en donde la noción de hegemonía entronca con la de poder y da un sentido diferente a la actividad política del que propone el liberalismo.
Los sujetos políticos y las identidades colectivas no son, pues, entidades que existan antes del proceso de identificaciones, del tipo que sean, en el que se constituyen, sino su resultado. Según Chantal Mouffe hemos de concebir al agente social “como una entidad construida por un conjunto de ‘posiciones de sujeto’ que no pueden estar nunca totalmente fijadas en un sistema cerrado de diferencias” de modo que la identidad de dicho sujeto es “siempre contingente y precaria, fijada temporalmente en la intersección de las posiciones de sujeto y dependiente de formas específicas de identificación”. Y es un agente social de este tipo el que debemos considerar si queremos entender los movimientos sociales contemporáneos y promover iniciativas políticas conducentes al establecimiento de una democracia radical pluralista y agonista.
La deconstrucción de las identidades esencialistas, sin embargo, ha levantado críticas en el contexto del feminismo. Algunas teóricas feministas han pensado que con el abandono de la categoría de sujeto se ponía en cuestión la posibilidad de fundar una política feminista. El malentendido consiste en pensar que el rechazo de una identidad esencialista supone la negación de todo tipo de identidad y la imposibilidad de una política feminista. Chantal Mouffe considera, por el contrario, que algunas de las polémicas entre corrientes feministas quedarían disueltas si éstas adoptaran, como ella, una concepción antiesencialista de la identidad. Un ejemplo podría ser la polémica mantenida entre el feminismo de la igualdad y el de la diferencia en sus diferentes concepciones de una entidad, en cualquier caso, homogénea de “mujer” opuesta a otra entidad homogénea de “hombre”. Considerando las identidades como la articulación de las distintas posiciones de sujeto en un conjunto de relaciones sociales el problema se desplazaría al de la lucha contra las distintas formas de subordinación.
Para Chantal Mouffe, descartar la posibilidad de admitir una idea esencialista de identidad de la “mujer” implica descartar la idea de una política feminista entendida como una forma de política diseñada para conseguir los objetivos de las mujeres en cuanto mujeres. La política feminista deberá concebirse más bien “como la persecución de las metas y aspiraciones feministas dentro del contexto de una más amplia articulación de demandas”. A continuación matiza el significado de esta afirmación, en el sentido de que no se trata de ignorar la especificidad de las luchas feministas (al modo en que, por ejemplo, había sido ignorada o remitida a la lucha de clases por las formaciones tradicionales de la izquierda), sino de abordar de otro modo la lucha por la igualdad, entendiéndola como “una lucha contra las múltiples formas en que la categoría “mujer” se construye como subordinación” (3).
Notas
(1) Exterior constitutivo. Este término fue propuesto por Henry Staten, en su libro Wittgenstein y Derrida, para referirse a una serie de temas desarrollados por Jacques Derrida, en torno a nociones como “suplemento”, “huella” y “différance”. (Chantal Mouffe, En torno a lo político, p. 22.)
(2) Chantal Mouffe, El retorno de lo político, p. 92
(3) Chantal Mouffe, El retorno de lo político, p. 126.